VIDA Y MUERTE DE LO INERTE
MELLANIE ZAMBRANO
2024
A medida que desarrollo mi práctica arquitectónica, me doy cuenta de que gran parte de mi exploración gira en torno a encontrar la relevancia o la importancia de lo material y el espacio: un vacío que se llena. Cada material, objeto, masa o sólido transforma un espacio desde el momento en que se concibe y se coloca en él; es un modificador. Y dado que habitamos espacios, estos elementos inertes nos afectan directamente, generando impacto en nuestras experiencias y percepciones.
Aunque este sea el principio fundamental de la arquitectura —llenar vacíos con propósito—, lo que me inquieta en mi búsqueda es la paradoja de cómo algo inerte, sin vida y sin capacidad de movimiento, puede dar forma a la vida de quienes habitan el espacio. Intentaré explicarlo mejor:
Actualmente vivo en las afueras de la ciudad, en un área donde el interés por el desarrollo ha crecido exponencialmente en los últimos años. Originalmente, este lugar era una base militar estadounidense que fue devuelta a Panamá en 1999. Años después, el gobierno habilitó la zona para uso residencial (las viviendas que antes usaba la milicia) y limitó su desarrollo comercial.
Vivo aquí desde 2005, lo que significa que mi infancia transcurrió en un entorno de planificación urbana de estilo americano, en una casa diseñada bajo esa misma lógica arquitectónica, pero adaptada al trópico.
Estas áreas fueron completamente vendidas en 2007 a una empresa internacional que planea convertirlas en uno de los desarrollos mixtos más grandes del mundo. Desde entonces, todo comenzó a cambiar lentamente.
Para mi sorpresa, los establos a los que solía llegar en bicicleta desaparecieron. La casa del coronel, ubicada a unos tres kilómetros de la mía, adonde hacía "expediciones" con mi padre y mis amigos, fue clausurada, y hasta hoy no sé si sigue existiendo. Donde había pasto, ahora se encuentran enormes estructuras. Los dormitorios universitarios estadounidenses, en los que solía imaginar fantasmas, quedaron en ruinas junto a muchos otros sitios que llenaron mi infancia de exploración y aventura.
Me fui adaptando poco a poco, pero el verdadero golpe de conmoción llegó este año cuando derribaron el clásico puente que daba acceso al área. Regresaba del trabajo un miércoles y, de repente, el acceso por el que había cruzado durante 19 años ya no estaba. La famosa curva previa al puente nunca podría volver a tomarla. No sabía que ese miércoles marcaba el fin de una dinámica de 19 años, una que podía hacer con los ojos cerrados. Fue en ese momento que recordé la "muerte" de todos esos objetos que un día me habían dado vida: los establos, la casa del coronel, los dormitorios… ¿Cómo pueden los objetos sin vida moldear tan profundamente nuestra propia vida?
Todo esto podría sonar como una queja sobre el desarrollo en la zona, pero no lo es. Hace dos años, recibimos una visita inesperada: la familia que originalmente vivió en la casa que actualmente habitamos. Tocaron a la puerta y, con emoción, pidieron entrar para recordar su tiempo allí. Mientras recorrían las habitaciones, comenzaron a señalar los cambios que habíamos hecho: “Esta pared no estaba aquí”, “Cambiaron la posición de la cocina”, “Ampliaron la sala”. Mucho de lo que configuraba su dinámica ya no existía; para ellos, había muerto. Aunque no los desanimó, fue lo primero que notaron. ¿No era esa la misma sensación que tuve al ver que los establos ya no estaban?
Existen atmósferas que, sin saberlo, se imponen y se vuelven parte de nosotros, como expone Martin Heidegger en su ensayo Construir, habitar, pensar. No es hasta que esa atmósfera —la misma que hemos habitado casi por obligación— cambia, que sentimos lo confortable que era habitarla. Incluso si esa atmósfera pertenecía a una casa construida con fines militares, llegó a volverse algo cercano, algo nuestro.
El aspecto material de un espacio es sin duda un componente esencial de la atmósfera. Un cambio mínimo puede alterar completamente la sensación diseñada inicialmente, tanto para bien como para mal. En su libro Atmósferas, Peter Zumthor refuerza esta idea al señalar que “las personas interactúan con objetos”. Este objeto material tiene un papel claro y, por subjetivo que sea, su presencia es innegablemente real. Dependiendo de cada individuo, el objeto aporta, positiva o negativamente, una vivencia específica y concreta.
Al final, todos concebimos constantemente nueva materia y, eventualmente, la “matamos”, metafóricamente hablando. Porque, aunque sabemos que la materia no se crea ni se destruye, solo se transforma, es un ciclo inevitable. Comprender esto ha profundizado mi respeto por las decisiones arquitectónicas que tomo en mi práctica, sabiendo que, por un periodo, lo que diseñe tendrá un peso significativo en la vida de quienes compartan ese espacio. Y, como dice Zumthor, no hay una forma correcta de hacerlo; simplemente se hace.